miércoles, 5 de octubre de 2011

NOTA PREVIA, ADVERTENCIA, RECOMENDACIÓN, PETICIÓN Y CONTACTO


NOTA PREVIA

El contenido de este texto es reproducción del publicado en 2008 con las siguientes referencias:

EDICIONES DIPUTACIÓN DE SALAMANCA SERIE AUTORES SALMANTINOS, N° 35

1ª Edición: 2008

© Diputación de Salamanca y el autor

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Ilustración de la cubierta: Emilio Rodríguez

I.S.B.N. : 9711-840-7797-296-1

Depósito Legal: S. 381-2006

Imprime: Imprenta Provincial

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ADVERTENCIA

La obra original ha sido maquetada nuevamente para facilitar su publicación electrónica en un blog del Poeta Emilio Rodríguez, ha cambiado la portada, la contraportada, el número de páginas y, consecuentemente, el Índice.

RECOMENDACIÓN


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PETICIÓN

Si algún lector quedase especialmente complacido con la lectura de TODAS LAS PREGUNTAS, puede manifestar su satisfacción entregando un pequeño donativo a cualquier organización dedicada a mejorar las condiciones de vida de los habitantes de este mundo.

CONTACTO

Los lectores que deseen ponerse en contacto con el autor de este libro pueden hacerlo escribiendo a su dirección electrónica poetaemiliorodriguez@gmail.com


ÍNDICE

UNA POÉTICA DE / DESDE / PARA EMILIO RODRÍGUEZ: EL MUNDO COMO PALIMPSESTO


La voracidad creadora de Emilio Rodríguez tiene no poco que ver con su tierra de procedencia: Asturias. Efectivamente, si nos limitamos s6lo a un cotejo entre la flora que arraiga en aquel paisaje y la escritura de un hijo suyo que jamás reneg6 de él, tendríamos, al menos, tres características comparti­das: ambas -flora y escritura- se presentan fera­ces, multiformes y turbadoras.

Feraz es, como la patria asturiana, la poesía de Emilio. Buscador incansable, su obra se presenta ya nutrida, puesto que fue alentada, a lo largo de muchos años, por un ritmo tenaz, tan inasequible a la tentaci6n del silencio como a las dificultades que entraña la divulgaci6n poética: nada era obstáculo? para ese flujo rectilíneo, emanado, con naturalidad y con rigor, por un irrenunciable «ser de palabra». El destino del poeta es decirse, independientemente de unas circunstancias sobre las que no tiene con­trol. Y pienso que Emilio Rodríguez está dicho en lo sustancial; del resto de su obra seguiremos esperan­do irisaciones nuevas, acaso deslumbramientos y precipicios mejor matizados, modulaciones de una garganta más desgarrada: variaciones, en fin; pero -repito-la obra por llegar será siempre insistencia en sí misma. Si volviéramos a la identidad primitiva entre flora y escritura, diríamos que el bosque está completo: sólo puede crecer hacia la luz y dejar obrar a una maleza -el helecho, la zarza- que le dé trabazón y consistencia.

Cabe añadir, en segundo lugar, que la vegeta­ción y la poesía de las que hablamos, son multifor­mes: el roble, el castaño, el avellano o el nogal se equiparan en la obra de Emilio a distintas calidades tonales que la alejan de lo monocorde. Alternan, así, libros que contienen poemas caudalosos, atenidos a una sintaxis compleja, con otros que exhiben textos --casi vara de mimbre- con austeridad monacal: apenas dos o tres líneas de escueta limpidez. Y a los ritmos amplios -ese alejandrino tan suyo- les sucede la zapatilla del arte menor: el heptasílabo, el pentasílabo, que pisan la página sin apenas estreme­cerla. Lo mismo sucede en el ámbito de los conteni­dos: multiformidad, policromía. El poeta ha indagado en todo, se ha preguntado por todo: lo humano y lo divino, la naturaleza y la ciudad, el canto y el silencio. Ha perfilado ruinas y restaurado paraísos. Ha atendido a la dimensión social del hom­bre y a su dimensión trascendente. Se ha estremeci­do de soledad. Ha clamado en el desierto de los paisajes martirizados, de las cosas humilladas. Ha celebrado la condición creadora del hombre y se ha dolido de que esa misma mano adánica haya arrasa­do la utopía. Su escritura se presenta dinámica, abarcadora: el ojo lector se hunde en un panorama de claroscuros, en ese bosque nativo donde nada -ni un árbol, ni el color de una hoja- duplica su identi­dad irrepetible.

Pero, si penetrar en bosques o en poemas siem­pre es un ejercicio turbador, lo es mucho más aden­tramos en los que ahora nos ocupan: aquí todo es equívoco, laberíntico, espectral. De todas partes sur­gen pasadizos misteriosos, invitaciones al resquebra­jamiento del ser. Hay nieblas que se interponen entre la palabra y su significación verdadera. Hay insomnios. Hay simas. Quiero decir que la poesía de Emilio ha conseguido su propósito de bosque: alojar a un hombre fragmentado que sabe que su unidad está siempre en la otra parte de la evidencia. Siem­pre al otro lado, porque cruzar un bosque y leer un poema es situarse en espacios fronterizos.

Releo ahora las palabras que van escritas y con­fío en que el lector de Emilio haya encontrado en ellas las claves de su quehacer poético. Si tiene a mano todas sus publicaciones, vea qué fácil hubiera sido aducir ejemplos para lo que hasta aquí va dicho. No me siento urgido a hacerlo porque de lo que se trata en este escrito es de situar una porción de su escritura aún inexplorada. Ni que decir tiene que en ella resaltan -perfumadas de otra manera­ muchas de esas características generales: todos los bosques son el bosque, todos los Emilios convergen en el Emilio único: el que firmó en Parquelagos, entre los días 6 de abril y 28 de diciembre de 1995, el libro que hoy sale a la luz.

Lleva por título Todas las preguntas y se trata, sus­tancialmente, si no me equivoco, de un ejercicio metapoético, esto es, de una reflexión sobre las posi­bilidades y las limitaciones del acto de escribir: el texto se vuelve hacia sí mismo y pone en orden --o en maravilloso desorden- esa ceremonia subversi­va que consiste en liberar a la palabra de su contex­to lógico. Sabe bien el lector de poesía que ésta utiliza un código muy diferente al de la lengua ordi­naria. Ambas comparten el soporte físico del voca­blo, pero de una manera antitética: habitualmente, la lengua con la que nos comunicamos es utilitaria y frontal; en cambio, el lenguaje de la poesía es, por definición, oblicuo: rompe las leyes racionalistas, nos desvincula de la lógica, aspira a lo connotativo. Dicho de otra forma, entre ambos procedimientos lingüísticos media lo que va de un espacio profano a un espacio sagrado, lo que distingue a una lengua por la necesidad de entenderse a este lado de la frontera de otra legua que busca su sentido mucho más allá de los límites: donde ya no se habla para entender, sino para ser.

Y ocurre lo siguiente: a medida que el espacio profano multiplica sus territorios, el espacio sagrado se va replegando a una existencia que roza la clan­destinidad. Este acoso es el que justifica, por parte del discurso poético, una estrategia de defensa. Me gusta decirlo: la poesía habla de sí misma para no ser borrada. Como un animal que marca sus dominios, ella delimita los suyos: se perfila, se define, pliega sus valvas para que no la alcance la contaminación de «lo otro». Intuyo, pues, que el avance de lo profano crea en la poesía ese impulso de asomarse a sus abis­mos, de deletrearse en el espejo de su mismidad. He aquí, me parece, la clave última de tanta metapoéti­ca en tiempos de penuria: cuando el misterio se sien­te amenazado, cree más fuertemente en su vocación mesiánica, esto es, en su energía redentora.

No cabe duda de que todas estas circunstancias configuran el libro que presento y, más allá de él, muchas de las claves meta poéticas adheridas a toda la obra del autor, siempre muy atenta a plantearse el sentido último de lo que escribe y el estadio de luci­dez desde donde debe escribirlo. Desde luego, Todas las preguntas hace de la relación entre el poeta y la poesía asunto prioritario. El título parece cimen­tarse en la pieza rotulada «Tema». Paso a transcri­birla íntegra porque contiene algunas de las claves medulares de todo el poemario.

Territorio del verso.

U n círculo de piel

y de pisadas

que va cercando el tedio,

que nos lleva

al centro donde nacen

las preguntas.

y todo interrogante

es ya respuesta.

Paisaje donde crecen

los olvidos.

La lectura simbólica que puede hacerse de estos versos me parece compleja. Véase que estamos ante la demarcación de un territorio inespacial donde ocurre el prodigio de la escritura. Geométricamente, lo que aquí se persigue es el centro del centro. Para adentrarse en él hay que destruir los baluartes que la rutina -esto es, la lengua transaccional- ha levan­tado en defensa propia. Sólo una vez superados, es posible acceder a ese núcleo donde el poeta, libre ya de ataduras racionales, será iluminado con la lucidez de los elegidos y olvidará -al fondo San Juan de la Cruz- su pertenencia a los dominios de la lógica. Un concepto rige éste y otros muchos textos del libro. Se trata de la circularidad, símbolo de ese territorio exento que es la poesía. Así, en los umbra­les mismos del canto («Gestos rituales»), cuando el poeta se propone pisar zonas prohibidas, se refiere a éstas con una expresión especialmente afortunada: «círculo de luces». En él se parapetan quien escribe y quien lee; fuera de su jurisdicción está lo trivial: la lengua previsible y menesterosa. Pero dentro retumba el cataclismo que hace de esa misma len­gua «parto permanente» (la expresión es del propio Rodríguez) hacia códigos prodigiosos. De hecho, la construcción circular del poemario -pues el prime­ro y el último de los poemas están regidos por el tema de la noche como ámbito estimulador de la escritura- tiene ese mismo sentido: acotar un espa­cio donde pueda ubicarse -diría Aníbal Núñez- el «taller del hechicero». No me parece irrelevante que dos textos de Todas las preguntas aparezcan con el título de «Territorio». Concluye el segundo de ellos: «Un día con almenas / me conduce/ a donde se suicidan las palabras». He aquí, nuevamente, el con­cepto de ámbito cerrado y protegido -nótese la nueva referencia sanjuanista: «con almenas»- en el que debe operarse la autodestrucción de todo servi­lismo verbal, pues la palabra resultante de tal proce­so suicida no tiene más compromiso que con su nueva aventura. Muchos otros poemas prolongan el sistema simbólico que insiste en ese espacio, «lugar hecho de espumas y de asombros», donde destella la poesía. Dos de ellos pudieran singularizarlos a todos. El primero es «La casa», hermosa condensación del proceso poético:

Fragor de golondrinas

trazando pentagramas

o visillos.

Colgado de la luz

este balcón

se inunda

de tejados.

Capiteles y música.

Silencio de horizonte

con pecho de mujer.

De nuevo, como antes ocurriera con las figuracio­nes geométrica (círculo) y defensiva (almenas), Emi­lio se apoya en un elemento referencial - quiero decir, realista- para, inmediatamente, impulsarlo a lo connotativo. Así, el «fragor de golondrinas» con el que se abre la pieza sugiere las energías transpositi­vas que, desde una realidad ya anclada en otra parte -metafóricamente se habla de «visillos», esto es, de fronteras-, están apoderándose de la mano cre­adora. Por supuesto, todo aquí está «colgado de la luz», redimido, hacia arriba, de lo denotativo; todo se nos presenta intemporal, ingrávido. Y ni que decir tiene que la palabra clave -precedida ya en los pri­meros versos por «golondrinas» y por «pentagra­mas»- es «música»: ella fija metapoéticamente los contenidos que integran la escritura. Ésta se cierra, como era esperable, con un silencio contemplativo: el que equipara la pieza concluida -así lo quiso Béc­quer- con la perfección de un cuerpo femenino:

Silencio de horizonte

con cuerpo de mujer.

El segundo de los poemas se titula «Vencimien­to (Iglesia de S. Millán, Segovia)» y me interesaba mucho traerlo a colación para subrayar la sacralidad --enunciada en otros títulos como «Gestos ritua­les» - del espacio poético. Le ahorro al lector la trascripción literal de los doce versos: basta con apuntarle que la liturgia del taumaturgo -«Rito de penumbra»- se oficia ahora en un templo, cuyos elementos cotidianos, como sucedía en el caso ante­rior, transfieren la lectura a coordenadas no literales: habla Emilio, así, de los «muros del sonido», de las «flores» transfiguradas en «incendio» (clara referen­cia a las lenguas de fuego pentecostales) o de un último «Círculo» que «se abre», sin duda, hacia la posesión de la palabra en libertad. Me interesa reco­ger los tres versos centrales:

Batalla de los cirios

o cimitarras blandas

contra el eco.

Aquí -«batalla», «cimitarras» - el proceso crea­dor se presenta como lucha. El «eco» no sería otra cosa que la voz fracasada de lo anodino, su impoten­cia para transfigurar el mundo. El poeta sabe bien de qué habla: toda obra merecedora de atención ha sido fraguada en combate desigual: el que traba la lengua de un solitario contra la lengua de toda su tribu.

Reténgase, en resumen, que todos los espacios de este libro son un único espacio: aquel en el que respira la poesía. De hecho, una buena parte de sus sistemas imaginario y simbólico se refieren a ella. Respecto al primero, podría decirse, sin exagerar, que el universo actúa simultáneamente como ejecu­tor de la escritura, como soporte de la escritura y como escritura misma. Dicho de otra forma: todo se escribe en todo y al solo hecho de escribirse enco­mienda --exactamente como haría el propio Emi­lio- la posibilidad de su perduración en el tiempo. No es extraño, entonces, que se nos hable -y subrayo- del silencio que «escribe sus mensajes ate­ridos», de <«escriben por la piel otro poema» o de «la memoria escrita de la llu­via». Lo que nos rodea, en resumen, no es otra cosa que un formidable palimpsesto, un «laberinto de trazos persistentes» donde cada cual debe aprender a interpretar el mundo y a situarse en él.

No me cabe duda de que algunos de los mejores hallazgos de Todas las preguntas arraigan en este aspecto de su cosmovisión. Véase, por ejemplo, cómo la niebla -«Diario de la niebla», «Donde la niebla invade los cuadernos»- va anotando su día a día sobre el cuaderno abierto del mundo. O cómo, de forma parecida, la noche se escribe sobre el agua: «los dedos de la noche / han dejado señales/ en el torso del agua». O cómo, en fin, tampoco el rocío se resig­na a desaparecer sin antes dejar su huella caligráfica en otro frágil soporte; «Rocío en las telarañas/ cons­truye esta belleza/ tan lejos de los ojos».

Así mismo, como queda anticipado, lo mejor del caudal simbólico de estas composiciones queda ads­crito de nuevo a la necesidad de esclarecer el proceso creador. Todo él, sin duda, converge hacia lo liminar, hacia lo fronterizo: no es extraño, por tanto, que túne­les, puentes, puertas, ventanas o balcones nos comuni­quen, simbólicamente, con una realidad superior, a la que sólo es posible acceder desde la poesía; con algo, en suma, que está a la otra parte de la inmanencia. Emilio Rodríguez se referirá a ello reiterativamente con expresiones similares: «Detrás de las cortinas», «Detrás de las colinas de la espera», «Detrás de la mira­da», «Detrás de los jardines», «Detrás de la memoria», «Al otro lado de la noche», «Estar en otra alcoba».

El poeta aparece siempre en fuga, descoyuntado entre dos dimensiones antitéticas, entre un ser y un querer que lo sitúan al límite:

Estrategia constante de la huida.

………….

La fuga es un intento de ser otro.

Lugar para el rechazo del presente.

Tal vez por eso, el ave - paloma, golondrina, pájaro cantor - representen emblemas de esa pala­bra dicha desde aquí, pero que sólo alcanza su ple­nitud de sentido al iluminarse del otro lado:

De nuevo la paloma.

Pirueta en el alero.

Irisación nevada del plumaje...

Desde otra perspectiva, pienso que vale la pena reparar en símbolos genesíacos de dilatada tradi­ción que acampan también en la escritura de Emilio y que expresan su visión de la poesía como ejercicio taumatúrgico, como nuevo Pen­tecostés. Pienso en el viento:

El aire en la ventana.

Un viento de jazmín

y de albahaca,

en el mar:

El mar de la palabra

se me curva

en esta orilla azul

de tardes

lentas.

………………

El mar nos comunica

y nos repara,

en la lluvia:

Regreso de un lugar lleno de estrellas, donde la lluvia crece,

se eleva

desde el verde,

o en el desierto, de estirpe, también, bíblica y ascéti­ca, que alude al arrasamiento del ser como camino iniciático para llegar a serIo todo:

Praderas encendidas

en el cielo.

Pisadas de gigantes

inician

el desierto.

Ahora bien: el más evidente trasfondo simbólico de Todos los preguntas parece ser la noche. No por azar abre y cierra el poemario y constituye, podríamos decir, su placenta. Y no hay contradicción: pues - como sabía bien el místico: «¡Oh noche amable más que el alborada ¡ - Ia noche no es otra cosa que· el estado superior de la luz y ambas constituyen el haz y el envés de la misma aventura ontológica. En efecto, Emilio Rodríguez, como San Juan de la Cruz, comienza su experiencia esencial entre sombras:

La sombra vive aquí.

……………

La sombra es otro modo

de certeza.

La noche, sí, es el hábitat germinal del poema. Estando ya su casa sosegada, el poeta puede ampliar los horizontes del ser, decirse plenamente: «Y de la noche surgen / otras puertas», escribe Emilio en ver­sos reveladores. A través de estas puertas, como por pasadizos prodigiosos, le será dado acceder al núcleo de una lengua que permanece a salvo de la profona­ción. El poeta debe esperar, vigilante, su momento; lo que le ha de ser revelado vendrá de la espesura:

Al otro lado de la noche

permanece

en vigilancia

tu silencio.

El poeta y la noche («harás una alianza / con las sombras») han sellado un pacto de supervivencia; ninguno de los dos podría entenderse en plenitud si no estuviera descifrado por el otro: «para escribir la noche» dice Emilio que pone en pie su obra; y, en correspondencia, como ha quedado visto, también «los labios de la noche» escriben sobre la piel del hombre «otro poema». La oscuridad y el taumatur­go se adensan, pues, mutuamente. Intercambian sus signos. Comparten escritura. Se superponen. Se funden. Así lo recapitula el texto que cierra el libro, titulado «Conjuro»:

La noche se convierte

en tu mirada.

Vocablos construidos

por tus manos .

La noche está sentada

en tu regazo.

Podría pensar el lector, tras estas reflexiones, que tal vez Todas las preguntas sea un libro herméti­co y, como tal, difícilmente franqueable. Nada más lejos de la verdad. Su hondura meditativa no empa­ña nunca esa transparencia que debe dar cobertura a los escritos esenciales. Aquí no hay cultismos, ni retorcimientos sintácticos o metafóricos que hagan difícil el acceso al poema. «De desnuda que está bri­lla la estrella» dijo Rubén Darío y sus palabras son aplicables al caso que nos ocupa, a esta poesía de una pureza cegadora. Quien empiece a leer será muy pronto seducido por la naturalidad de unos vocablos que son los de todos los días, pero puestos a solearse bajo una luz no usada.

Cabe decir, en síntesis, que el sentido musical de la poesía de Emilio, su dominio del verso clásico, sus constantes hallazgos expresivos («por donde se deslíen los gorriones»;«En las esquinas lloro catedrales»;«Escucho la ceniza»), su austera concepción del poema y, sobre todo, la primacía en el libro de una cosmovisión sólidamente articulada hacen de Todas las preguntas una lectura inaplazable.

ANTONIO SÁNCHEZ ZAMARREÑO

TODAS LAS PREGUNTAS


GESTOS RITUALES


Para escribir la noche.

Para esbozar el clima

de expectación

o parto permanente.

Complicidad del círculo

de luces.

Escondida en los libros,

la contraseña múltiple

del cántico.

VARIACIÓN


La sombra vive aquí.

Camina horizontal.

y va poniendo

carne de silencio

en todos los rincones


del presente.

La sombra es otro modo

de certeza.

EVOCACIÓN


(Laura Drake)

Regresa la paloma.


Días de vuelo inicial,


de zarzas dulces.

El aire en la ventana.

U n viento de jazmín

y de albahaca.

Detrás de las cortinas


está el miedo.

Regreso a mis silencios.